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domingo, 4 de marzo de 2012

Clásicos republicanos: «La inmaculada transición», de Vidal-Beneyto


José Vidal-Beneyto*

El País

06/11/1995

Apenas veinte años después de la muerte del dictador comienza a prosperar en la historiografía española la tesis de que el franquismo fue un antecedente necesario de la democracia y la transición una operación intramuros del régimen, endógenamente franquista, sin mancha exterior. ¿Cómo es posible que el franquismo como predemocracia y la transición inmaculada, esos dos disparates doctrinales, y sobre todo esas provocadoras falsificaciones de la realidad, tengan circulación histórica y mediática en una España que todavía es democrática y cuando aún viven muchos de los protagonistas de ambos procesos? Las 34 instauraciones/transiciones a la democracia que se producen en la segunda mitad del siglo XX, y que deberían acabar con la pretensión de que la nuestra fue única y ejemplar, han dado lugar a numerosos estudios empíricos y a un vasto corpus teórico. Sus compiladores más notorios, desde Sclimitter y O'Donnell en América a Hermet y Morlino en Europa, consideran que sus rasgos principales son: que se hacen siempre desde arriba y al hilo de la evolución social y económica de los países concernidos; que sus actores principales son las estructuras políticas formalizadas -partidos e instituciones-, teniendo las, fuerzas populares sólo una participación coyuntural y adjetiva; que su instrumento privilegiado es el pacto entre los líderes; que su condición esencial es la condonación y el olvido del pasado autocrático por obra de los partidos históricamente democráticos.

Agrego, y pienso que los autores citados lo suscribirían, que, en el bloque occidental, todas esas transformaciones ocurren con el beneplácito y bajo el control de Estados Unidos. Y, finalmente, añado que las transiciones, según que los ocupantes de la cúpula política cambien o sigan siendo los mismos, se dividen en transitivas e intransitivas. Checoslovaquia y Vaclav Havel son el paradigma de las primeras. España, con un jefe de Estado y un jefe de Gobierno que van, directa y gloriosamente, de la dictadura a la democracia, son expresiva ilustración de las segundas. Esta afirmación atenida a los hechos no apunta a descalificación personal alguna. Es más, cuando a mediados de los ochenta conocí a Adolfo Suárez me pareció un demócrata sincero, y mi colaboración actual con dos españoles eminentes que estuvieron muy próximos a él me confirma en esa opinión.

La transición española, por lo demás, ha sido también objeto de una sostenida atención bibliográfica. En su abrumadora mayoría, alineada con la tesis académica dominante a que acabo de referirme. Quienes disienten de esa lectura han sido condenados a la inexistencia. La versión canónica del PSOE sobre la transición, publicada por su casa editorial y coherente con esa condena, ignora, entre las más de ochocientas referencias recogidas, todos los textos de la izquierda revolucionaria, excluida ETA, y obviamente, a los independientes: García-Trevijano, Calvo Serer, Tristán La Rosa, etcétera. Todos tachados, inexistentes. En mi caso, ni siquiera se recoge el número monográfico de la revista francesa Pouvoirs de 1979 que coordiné conjuntamente con Caracasonne y Hermet y que, en este tema, es cita obligada en el vecino país.

En cualquier caso, lo que importa es señalar que, en esa casi unánime interpretación, la lucha popular por la democracia es, apenas, un telón de fondo para la acción negociadora de los partidos, que dicen ser los únicos capaces de conferir viabilidad al proceso y legitimidad a sus resultados. La movilización ciudadana en la España de los años 1972-1977, tan notable si la comparamos con la apatía política que regía en ese tiempo en las democracias occidentales, y tan patente para quienes la vivimos de cerca, ha sido y sigue siendo, obstinadamente, negada por casi todo el mundo.

Un analista tan brillante y poco sospechoso de conformismo partidista como Ignacio Sotelo, que ya me reprochó la supervaloración de ese fenómeno cuando se presentó en 1981 mi Diario de una ocasión perdida, ha reiterado el argumento, en un reciente artículo en este periódico, al atribuir la supuestamente escasa presión popular durante la transición a falta de responsabilidad social cuando, al contrario, el fin de la vigorosa acción ciudadana fue de la exclusiva responsabilidad de los líderes políticos. Porque fueron ellos quienes, en el acto de creación de Coordinación Democrática, decretaron la desmovilización de las bases al exigir que para cualquier acción de masas, fuese necesario el acuerdo previo de todos sus componentes. Lo que era impracticable y dio la calle a Manuel Fraga, que la quería para él solo. Movilización proteica y múltiple de numerosos ámbitos sociales y profesionales, movilización que no era comunista, sino antifranquista, que no seguía al PCE, sino sobre la que el PCE cabalgaba y que por ello -y ése fue el error de Santiago Carrillo- no podía traducirse automáticamente en votos.

Quedaron, pues, con ello los partidos como legitimadores únicos de la transición española. Pero los liberales y democristianos murieron enseguida a manos de UCD; el capital democrático del PCE lo utilizaron sus dirigentes para enterrar la memoria de la resistencia y para pagar su cuota de entrada en el consenso heredofranquista; la corrupción y el GAL han convertido al PSOE en un referente democrático inutilizable.

Además, en nuestra sociedad desmemoriada, sometida al imperio de lo efímero, el presente lo invade todo y, así, la pérdida de legitimidad de las fuerzas democráticas en la España de hoy tiene, retroactivamente efectos compensatorios para la España de entonces. La ignominia de estos 23 muertos del GAL neutraliza la infamia de aquellos miles de fusilados de Franco. El fervor denunciante de los crímenes antidemocráticos a que estamos asistiendo por parte de los herederos de la victoria tiene en su reverso el propósito implícito de igualarnos a todos en la abyección. Todos igualmente deslegitimados, todos igualmente indignos.

Desaparecida la legitimación, queda como criterio exclusivo la legalidad. Con lo que la transición se convierte en una operación institucional, es decir, en un manejo técnico legal capaz de autotransformar la dictadura en democracia. Operación que comienza a principios de los setenta, en el seno del Movimiento, con el intento de pluriformizar el partido único franquista, en expresión de Fernández-Miranda, su secretario general, mediante la creación de unas asociaciones políticas dúctilés y fiables. Intento que se prolonga al hilo del llamado desarrollo político y cuyo eje central es considerar que las leyes fundamentales de la dictadura -la legalidad autocrática- son la única vía practicable, el único instrumento eficaz para la democratización.

Opción en la que coinciden gentes de dentro, situadas en la constelación aperturista del régimen como Iglesias Selgas, Orti Bordás, Martín Villa, Gabriel Cisneros, etcétera, y de su periferia como Herrero de Miñón y Jorge de Esteban. Opción de continuismo reformista que acaba prevaleciendo y encuentra en la Ley de Reforma Política su expresión más acabada. La perspectiva de autosuficiencia de lo legal en que esa opción se sitúa ha acabado constituyéndose en el principio, últimamente determinante, de la democracia española. Reforzado por la juridización general de los países desarrollados en los años ochenta -cuando voy al baño, le oí decir al presidente de una multinacional, me llevo a mi abogado por si acaso- lo legal será, en la España democrática, el referente, por excelencia de todos los comportamientos. Ni ética ni legitimidad, basta con la legalidad. Puede hacerse todo lo que no puedan condenar los tribunales. ¿Hace falta poner ejemplos?

Los franquistas democratizadores/democratizados en 1977 reivindican la legitimidad de su proceso con el mismo argumento que los hitlerianos en 1933: la victoria en las urnas. Pero con menos razón. Porque nuestros victoriosos conversos dispusieron, casi en solitario, de los medios de comunicación, sobre todo de la televisión pública, así como de la organización territorial y logística que les dejó el general Franco, lo que les confirió una inalcanzable ventaja frente a sus oponentes demócratas. El estudio de la desigualdad preelectoral entre unos y otros está todavía por hacer. Por otra parte, el libro del profesor Braud El sufragio universal contra la democracia, con independencia de la provocación del título, es un convincente análisis histórico-político sobre las relaciones entre legitimidad electoral y legitimidad democrática que completa las reflexiones teóricas de Habermas sobre el mismo tema y prueba la imposible equiparación entre ambas.

El otro gran argumento en favor de la modalidad autotransformadora es el del riesgo de desbordamiento por la izquierda, con la reacción militar e involucionista que hubiera provocado. Argumento inverificable en nuestro caso, como en todas las reconstrucciones ex post, pero que no resiste la menor consideración analógica. El rápido e implacable degüello de la revolución de los claveles muestra que Estados Unidos no estaba para ensayos revolucionarios y que, por tanto, la deriva izquierdista no tenía posibilidad alguna de prosperar. Sobre todo, dada la extrema moderación del mundo del trabajo y del ciudadano de a pie, en la que todos los estudios y sondeos de aquellos años coinciden de forma unánime. Concluyo con un ruego a los historiadores del presente y a los periodistas de investigación para que aprovechen la moda transicionista de estos meses con el fin de esclarecer algunos puntos importantes de ese proceso. ¿Qué papel efectivo tuvieron la CIA, el servicio de información del Departamento de Estado de EE UU, la Embajada norteamericana en Madrid, Giscard d'Estaing, y las Internacionales liberal, democristiana y, en especial, socialista en la transición española? ¿Estaba el PSOE dispuesto a entrar en la autotransición sin la legalización del PCE? ¿Qué complicaciones hubo y quién fue su valedor en los asesinatos de Montejurra? La desmovilización popular a que me he referido antes ¿fue resultado de una convergencia implícita o de un pacto explícito? Y si pacto hubo, ¿quién pactó con quién y cuál fue el precio? ¿Qué presiones hubo y quién las administró para que no se legalizase al partido carlista ni a la izquierda revolucionaria? ¿Qué torturadores y qué confidentes de la policía franquista han visto recompensados sus servicios en la democracia? Y tantas otras.

Ruego que es expresión de una esperanza. Que se le devuelvan a la transición sus manchas democráticas.


* Pepín Vidal-Beneyto (1927-2010) fue un filósofo, sociólogo y politólogo español, activo conspirador contra el franquismo y fundador de la Junta Democrática. Fue uno de los críticos más impenitentes de la Transición y del régimen monárquico derivado de la misma.

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