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martes, 24 de noviembre de 2009

Cultura de la Transición. Entre la servidumbre política y las cifras de ventas


Albin Senghor y Karim Samba

Ladinamo

Octubre-Diciembre 2007

¿La protagonizaron las masas o las elites? El debate sobre la Transición vive enzarzado en una polémica estéril e inacabable sobre su autoría política. Mientras, han surgido algunas voces que cuestionan una parte fundamental del mito político español por excelencia: a sus narradores. El mundo cultural surgido en la década que va de la muerte de Franco a la entrada en la CEE, se ha venido alimentando de los objetivos de expansión de la industria cultural y los intereses políticos coyunturales hasta convertirse en un discurso cultural hegemónico con esclerosis múltiple. Hablamos con Ignacio Echevarría (crítico literario), Isaac Rosa (novelista), Guillem Martínez (periodista), Luis Negró (ensayista) y Antoni Domènech (filósofo) para calibrar la influencia de la Transición política sobre la cultura actual.

Ignacio Echevarría: La cultura de la Transición es la que tuvo efectivamente lugar a consecuencia del modo en que la Transición misma discurrió. Es la cultura de la que somos actualmente herederos. La transición cultural es aquello que no tuvo lugar: un proyecto estratégico y bien meditado de adaptación de las condiciones de producción cultural que imperaban en los años sesenta y setenta, cuando Franco vivía todavía, a las condiciones –y a las posibilidades, sobre todo– creadas por una democracia incipiente.

La cultura antes de la Transición

Guillem Martínez: Supongo que estaba en el mismo estado que en los últimos doscientos años, pero matizada a lo bestia por el franquismo. Es decir, existía una cultura oficial y otra no oficial. La cultura oficial no tenía nada que ver ni con España ni con el mundo, y la cultura no oficial –bajita, fea, carente de normalidad y víctima de la interrupción cultural y vital consecuencia del Franky Franco Spanish Tour–, en ocasiones estaba, no obstante, conectada al mundo y a su época con absoluta normalidad. Por lo que sé por mi papá, se podía vivir sin contacto con la cultura oficial. Hasta que la cultura oficial te tocaba la cara. Los índices de lectura eran, snif, absolutamente los mismos que ahora, si bien no el consumo cultural, que hoy está por todo lo alto. Como sucede últimamente con todas las palabras que van acompañadas del palabro “consumo”.

Isaac Rosa: Aunque el franquismo, en efecto, no fue un erial –vieja polémica entre historiadores de la cultura–, tampoco puede exagerarse la vitalidad de la cultura –franquista o antifranquista– en aquellos años. La Guerra Civil marcó el último episodio de esa discontinuidad histórica a la que se refiere Eduardo Subirats. Esto tuvo un precio en forma de atraso –del que aún, me temo, no nos hemos recuperado–, pero también ocultó buena parte de los referentes y de la tradición sobre la que, mal que bien, se fundaba la cultura española.

De la cultura crítica a la cultura del mercado

Ignacio Echevarría: Obedeció a una mecánica en gran medida natural y por lo tanto preferible, pero fue auspiciada y favorecida por la renuncia de la izquierda a todo proyecto cultural específico. Tendenciosamente, se interpretó que la cultura crítica se correspondía a una cultura de resistencia, y que, dadas las nuevas condiciones, ésta ya no tenía lugar. Tendenciosamente, se asimiló la cultura democrática a la cultura de mercado, y se entendió que lo propio de la izquierda era abrazar el ecumenismo y la celebración de la cultura como fiesta, como espacio de encuentro y no de confrontación. Como dije en una ocasión, se resolvió plantar un jardín en el terreno destinado a servir de campo de batalla.

Guillem Martínez: Las izquierdas participan en el proceso de la Transi con poco que ofrecer. Uno de los ofrecimientos fue la desactivación de la cultura. En un momento en el que, aparentemente, lo que se solicitaba era cohesión social, las izquierdas le quitaron una tuerca a la cultura. Con ese reajuste, la cultura pasó a fabricar cohesión y no otros productos vistosos para los que está capacitada –como problemáticas, conflictividad o matices–. La cultura atacó todo lo que pudiera significar desestabilización. Algo divertido, si uno razona que la cultura es, por definición, desestabilización. El nacimiento de Venus, no sé a usted, pero a mí me desestabiliza por entero en cuanto le echo un vistazo.

Luis Negró: Creo que hay varios factores que explican la aceleración del proceso; unos, propios de la situación española del momento; otros, bastante más generales, debidos a la evolución histórica de los países occidentales, a la que España quería incorporarse a pasos acelerados después de la muerte de Franco. En el capitalismo avanzado, o neocapitalismo como lo llaman algunos, en el que se estaba instalando Europa por esos mismos años, la cultura iba a pasar a ser un producto más del mercado, y la característica principal de esos productos es su rendimiento: su calidad y su validez la decide la industria, por medio del marketing, y no el mundo de la cultura. Los empresarios españoles más perspicaces de la industria cultural no tardaron en comprenderlo y aprovechar las oportunidades que les proporcionaba la desaparición del dictador para incorporarse a la modernidad tal como se entendía en Europa. Es muy significativo que un premio literario de tiradas millonarias como el Planeta, basado, pues, principalmente en las ventas, recayera en 1977, 1978 y 1979 en Jorge Semprún, Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán respectivamente; dos representantes de la llamada cultura crítica y un exiliado que, por añadidura, había sido un alto dirigente clandestino del Partido Comunista Español. Aunque el caso más representativo de este proceso sea, a mi modo de ver, el de Jesús Polanco, que empezaría a crear en la Transición, alrededor y apoyándose en el diario El País, el mayor grupo de industrias culturales que existe hoy en España.

¿Qué cambió con la Transición?

Antoni Domènech: Yo no estoy tan seguro de que a la cultura literaria, filosófica, artística, e intelectual en general, que se ha hecho “hegemónica” con la Transición le convenga mucho el predicado “de mercado”. Me parece, más bien, que es fruto de una especie de diseño institucional, de todo punto político –“político” no en el sentido estrecho o conspiratorio, sino en el sentido amplio y general de la palabra–, para potenciar unas voces y acallar otras, con casi total independencia de la calidad, la profundidad o la originalidad que pudieran tener esas voces. A eso han ayudado, claro, la rápida –y políticamente avalada– concentración de la propiedad de los medios de comunicación de masas, y aun de los grandes grupos editoriales, y también los sistemas de premios y prebendas públicamente otorgados. Fijaos que España debe ser el único país europeo en el que se considera lo más natural del mundo que los zaguanetes de amigos se dediquen a la recíproca reseña laudatoria en las páginas culturales de los medios de comunicación.

Guillem Martínez: Mi impresión es que los cambios habidos en la plaza son tan llamativos que convierten a la española en una cultura única en Europa. Me explico. España comparte con el resto de Europa una cultura de masas, de mercado o como quieran ustedes llamarla, consecuencia del fin de la cultura y su conversión en cosa chachi y lúdica tras lo del 68. Pero además, y he aquí la originalidad aludida, posee un enorme pack cultural único, genuino e inexportable, que yo llamo CT –Cultura de la Transición–, consistente en una cultura no problemática, encaminada a crear cohesión social y propaganda política –del sistema político español, la mejor democracia del mundo mundial, etc.–, y a atajar cualquier problemática impidiendo que exista.

Antoni Domènech: Por decirlo sumariamente: a mí no me parece que la “cultura de la Transición” –si así puede llamarse– haya estado, ni de lejos, a la altura de lo que prometía el interesante y sorprendente “rebrote” intelectual en la vida interior del país de los años cincuenta, sesenta y primera parte de los setenta. La cosa es compleja, claro, porque la Transición política española se ha desarrollado en una época de descomposición y declive de la cultura intelectual en el mundo entero (y ahí os admitiría mucho más de grado lo de la “hegemonía del mercado”). Podría salir un italiano o un francés y decir, no sin razón: aquí pasa lo mismo, ¡no me irá usted a comparar en Francia a Foucault y a Derrida por no hablar de Henri-Lévi o Finkielkraut, con Merleau-Ponty, o a decirme que Pasolini o Fellini tienen hoy dignos sucesores en Italia! James English publicó hace pocos años un libro interesante sobre el desplome de la cultura intelectual en el mundo a través de lo que él llama la “economía del prestigio”: el sistema de premios (que han aumentado exponencialmente en todo el mundo en los últimos veinte años) con que se promueve –y domestica– a los intelectuales (The Economy of Prestige. Prizes, Awards, and the Circulation of Cultural Value, Harvard University Press, 2005).

Cultura de la Transición y poder político

Ignacio Echevarría: No hubo consignas propiamente dichas, no al menos a favor o en beneficio de ninguna facción ideológica. La consigna fue entender la cultura como coto en el que se suspendían las beligerancias, como escaparate de un nuevo modelo de convivencia empeñado en negar todo asomo de conflicto o de crispación. La relación entre el poder político y la cultura quedó estupendamente descrita, con admirable puntualidad, por Rafael Sánchez Ferlosio, en su artículo de 1984 “La cultura, ese invento del Gobierno”. Aún hoy, más de veinte años después, ese artículo sirve inmejorablemente para hacerse una idea de lo ocurrido entonces.

Guillem Martínez: Entre la CT y el poder político existe una relación vertical. En lo que es otra originalidad europea de la CT, nuestra cultura tiene como principal virtud darle la razón al Estado en todo momento. En su momento genérico, la cultura le dio la razón al Estado, y combatió la ruptura en tanto desestabilizadora, problemática, etc. Esa relación no ha evolucionado en treinta años. Recuerden el 11-M y nuestros diarios de los tres días siguientes. Mientras los medios extranjeros hablaban abiertamente de lo que pasó, nuestros intelectuales I+D le daban la razón al Gobierno non-stop. En mi despachete tengo enmarcado el articulete del 11-M de Muñoz Molina, lectura edificante que recomiendo a niños y niñas para entender en un periquete qué es la cultura española y qué es un intelectual español. La cultura española y el intelectual no controlan al poder, controlan a quien le quiere tocar la pera al poder.

La cultura en los medios

Luis Negró: La flexibilidad con la que pudieron intervenir en ámbitos como la universidad o el mundo editorial, la rapidez de sus mensajes y el vasto campo de influencia que les proporciona la amplitud de su difusión, dieron a los medios la posibilidad de ocupar el espacio vacío dejado por el derrumbamiento de las instituciones culturales de la dictadura (doble vacío, ya que dichas instituciones no actuaron precisamente en el sentido de crear una verdadera cultura). Aunque no todos los medios respondieron igual. Fue la prensa escrita, las publicaciones periódicas, las que consolidaron las líneas de fuerza de la cultura española posfranquista; en particular, el diario El País que, según José Ortega Spottorno, promotor de la idea, nació para continuar la labor intelectual de José Ortega y Gasset, y que se convertiría pronto en el órgano de expresión de las elites intelectuales del país, en la referencia cultural dominante no solo de los años de Transición sino de los que siguieron.

Guillem Martínez: Los grupos de comunicación más moderados ofrecen CT a palo seco –verticalidad, ausencia de problemática, estabilidad, cohesión y simpatía–; los grupos de la nueva derecha también, sólo que son más agresivos a la hora de identificar verticalmente al problemático, al desestabilizador, al que atenta contra la cohesión y al que resulta menos simpático. Esa pequeña variante, creada por la derecha nacionalista española es algo novedoso. Es la única comunidad cultural que vive y presiona en la CT sin necesidad de ser Estado, de ser Gobierno. Sin duda, es el gran cambio y aportación acaecido en la CT en los últimos treinta años.

¿Ha provocado la cultura de la Transición un tapón generacional?

Guillem Martínez: Hasta hace poco yo creía que sí, que unos señores extraordinariamente jóvenes y poco preparados entre 1975 y 1978, ocupaban un espacio llamativo en el espacio-tiempo, taponándolo al resto de las generaciones posteriores. Algo –o mucho, o muchísimo– de eso hay, sí. Pero eso no explica la ausencia de presión sobre ese tapón. No hay ninguna generación echándole el aliento a la nuca de los del tapón. Por otra parte, el tapón se está nutriendo de jóvenes que acceden a la categoría taponil tranquilamente, sin despeinarse y utilizando las mismas poéticas e, incluso, las mismas palabras taponescas utilizadas desde hace treinta años. Lo que indica que el tapón, tal vez, no sea generacional. Es cultural. Lo impone un modelo cultural oficial y está formado por todo aquel que está a sus anchas en la estrechez de la CT. Es fácil integrarse en el tapón. Y es difícil acceder a las tres comidas diarias fuera de él. Por primera vez en la historia de por aquí abajo, sólo hay una cultura: la oficial, la CT que les comentaba. He aquí la gran originalidad de la cultura española en Europa.

Ignacio Echevarría: En absoluto, como bien puede verse. Lo que ha provocado es sucesivas generaciones de replicantes, todos empeñados en ocupar la misma silla, en lugar de buscar distintos asientos u otras posiciones desde las que dar, por ejemplo, una patada a los que están sentados desde hace treinta años en esa misma silla.

Isaac Rosa: Más que eso, la cultura de la Transición ha fijado unas reglas que las nuevas generaciones aceptan no sólo como inevitables, sino como propias de una democracia.

Momentos estelares de la cultura de la Transición

La evolución de la cultura de la Transición desde los años setenta hasta hoy se puede caracterizar, en términos generales, como la absorción progresiva de la cultura por la industria cultural, en la que sólo sobreviven los artefactos exitosos preparados para ser consumidos sin sobresaltos por un público amplio. Sin embargo, ninguna crónica de la cultura de la Transición estaría completa sin un repaso de sus más sonadas connivencias con el poder estatal.

La izquierda domesticada

Los años setenta fueron el fermento de la cultura de la Transición. En aquellos años, se acuñaron algunos de los palabros más grandes de la Tran-sición, como “consenso”, “normalidad democrática” y, para la izquierda en particular, “compromiso histórico”. En el campo de las letras, la institucionalización de los premios literarios como escaparate de la industria fueron la muestra de que la cultura (y la izquierda) estaban ya en la senda de la “normalización”. El premio Planeta, operación de marketing disfrazada de prestigioso acontecimiento cultural, toda una metáfora de la cultura de la Transición, se concedió durante finales de los setenta a muchos de los considerados “intelectuales de izquierdas”.

¡Se sienten, coño!

La letanía del “consenso” y la “responsabilidad” alcanzó su mo-mento álgido con la (poco sorprendente) irrupción de Tejero en el Congreso de los Diputados. En cierto sentido el argumento era impecable: durante los años setenta nadie había hecho demasiado ruido y, aún así, un picoleto se plantaba impunemente en las Cortes. Había que redoblar el consenso: la intelectualidad se lanza a proferir vivas al Rey y a la Constitución (algo impensable poco tiempo antes). Es el cenit de lo que Vázquez Montalbán denominó “El cuento del rey bueno y el pueblo responsable”.

La juerga sociata

Tras la victoria electoral del PSOE las cosas van a cambiar notablemente, la cultura sigue siendo igual de inofensiva pero muchísimo más subvencionada. Rafael Sánchez Ferlosio lo explicaba con inmejorable precisión en su artículo de 1984 “La cultura, ese invento del gobierno”: “El Gobierno socialista, tal vez por una obsesión mecánica y cegata de diferenciarse lo más posible de los nazis, parece haber adoptado la política cultural que, en la rudeza de su ineptitud, se le antoja la más opuesta a la definida por la célebre frase de Goebbels. En efecto, si éste dijo aquello de ‘Cada vez que oigo la palabra cultura amartillo la pistola’, los socialistas actúan como si dijeran: ‘En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador’. Humanamente huelga decir que es preferible la actitud del Gobierno socialista, pero culturalmente no sé qué es peor”.

Con el dinero (público) como alma de la fiesta, no es de sorprender que se construyera una cultura entendida como una celebración constante de sí misma (“La cultura es una fiesta” es el exitoso eslogan institucional de la época), en las antípodas de temas tan poco festivos como la reconversión industrial, la desmovilización social y los GAL. En palabras de Guillem Martínez, “en un plis-plás, la cultura pasa a ser lo lúdico. Todo lo que no sea lúdico, en ocasiones no es cultura. La cultura y la política se separan. La cultura no volverá a meterse en política nunca más. Y el Estado no se meterá en cultura. Salvo para pagarla”.

Sí a la OTAN

El ejemplo más emblemático del nuevo estado de cosas (cohesión SÍ, crítica NO) se produjo en 1985. El día 2 de noviembre, cinco meses antes del referéndum sobre la OTAN, el periódico El País publica el siguiente sondeo: sólo un 19 % de los encuestados está a favor de la permanencia española en la alianza atlántica. En los cinco meses siguientes fue necesario un auténtico tour de force para cambiar las tornas. Una parte de la intelectualidad –con algún que otro cantautor y el escritor Juan Benet a la cabeza– vira radicalmente de posición y pide el sí a la OTAN. El resto es historia.

Ha sido ETA

El desenfreno sociata acabó, como no podía ser de otra manera, con una deriva churrigueresca: unas olimpiadas, una exposición universal y medio PSOE en la cárcel. La llegada de la derecha al poder, con sus ínfulas de propietaria del credo neoliberal, supuso el recorte del presupuesto de cultura. Sin embargo, progresivamente, la cultura de la Transición volvió a aparecer en su forma más pura y presocialista, la llamada al consenso y el prietas las filas: etarra el que se mueva fue la nueva fórmula para recuperar los vítores al statu quo. Durante esos años, el mundo de la cultura está tan ocupado cerrando filas contra la bestia vasca que el PP pasa su primera legislatura sin despeinarse y arrasa en las siguientes elecciones. Más tarde, como afirma Guillem Martínez en su libro La canción del verano (Mondadori, 2007), “en ausencia de una cultura crítica, la única crítica la ejercen los actores en los Goya. Es crítica de actores. Sobreactuada y con público palmero. Chapapote no, guerra tampoco, etc. Cuando el tema es el linchamiento de la peli (La pelota vasca) de Julio Médem/meterse en camisa de once varas, se arrugan un tanto”.

Si la francachela sociata alcanzó su apogeo a principios de los años noventa, el aznarato tuvo sus tres días de traca entre el 11 y el 14 de marzo de 2004. Recordemos que en esas jornadas –frente a lo que asegura la propaganda reaccionaria que intenta ocultar la manipulación gubernamental–, los intelectuales fueron literalmente incapaces de proponer una lectura de los hechos que se alejara un milímetro de la interpretación oficial. El ejemplo más emblemático es el del extraño caso del titular de portada de la edición especial tras el atentado del diario El País: se pasó de “Matanza terrorista en Madrid” a “Matanza de ETA en Madrid” tras una llamada de José María Aznar al director del rotativo. Señor, sí, señor. Lo que usted diga...

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